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Hagamos juntos un camino que se anda con los ojos, un camino construido con letras. Un camino cuyo final pueda ser elegido y diferente para cada lector. Y es que a veces caminando podemos descubrir que la vida está llena de maravillas, solo tenemos que caminar sobre el libro adecuado.



lunes, 22 de febrero de 2010

Lecho de asfalto

Deambulaba simplemente, sin nada en la cabeza, las manos, ni el estómago. Varios días sin comer y sin higiene, aunque sí que había bebido. Había tomado más de lo que podía permitirse, lo que le había hecho ganarse una buena golpiza. Su aliento era una suma de olores desagradables y sus pasos avisaban que iba ebrio.

La noche hacía ya mucho tiempo que se había transformado, antes bonita y sugerente, ahora aterradora, insulsa y fría, como todas las miradas que recibía. Sin rumbo continuaba caminando preguntándose cuándo había caído en este pozo de alcohol, mezclado con esencias, dolor y alegrías fugaces. Tan efímeros eran sus momentos de cordura que sólo llegaba a recordar parte de su vida pasada, ahora solo tenía un único amigo.

Ya sentía que no quería andar más, bajo un cartón se refugió, mientras todo a su alrededor giraba sin explicación alguna. Una pareja de jóvenes se cambiaban de acera para no pasar cerca del mugriento vagabundo, que allí tumbado hedía a alcohol y tabaco. Su pelo ni corto ni largo, enmarañado y sucio, acomodaba su cabeza en el suelo sobre una colilla a modo de almohada.

Se sumergió por un momento en un bienestar imaginario, que arrastrado por un frío viento le devolvió a la cruda y fría realidad en la que se encontraba. Una vieja atracción del pueblo que los niños temían y los adolescentes parodiaban. Una triste historia detrás de cada cicatriz de su viejo y desgastado cuerpo, que tras años de errabundo empezaban a borrarse con la edad, y a esconderse entre las arrugas y la inmundicia. Junto con una insignificante existencia que nadie lloraría al desaparecer... Eso es lo que era.

El ruido del día le despertó entre caminares que le esquivaban mientras seguía tumbado en la acera. Se quitó de encima el cartón mojado de orines pertenecientes a quien no le respetó mientras dormía, y que su olfato mutilado por su propio olor corporal no consigue captar. La luz se metía en sus ojos como si de polvo se tratase, dañándole y manteniéndole sin visión alguna durante un buen rato. Acostumbrándose a la luz del único cuya mirada no había cambiado en estos años, se incorpora para ocupar su lugar habitual.

La cabeza le zumbaba con cada sonido que escuchaba, puede sentir dentro de ella hasta el más leve de ellos, y que forman un eco tan potente que la creía a punto de estallar. Después de un par de minutos andando llegó a su destino, una puerta de madera vieja en cuyo limen dejó caer el cuerpo, más pesado que de costumbre.

Horas de espera terminaron cuando el párroco abrió la puerta, una pequeña bolsa con dos nudos que la cerraban, sería el sustento del día. El párroco apenado y apestado, se marchó deseando que la suerte de ese hombre cambiase, y que no sólo usase el agua para beber. Pocos segundos le dura el pellizco de pan y la lata de sardinas que el señor le brinda. Sintiéndose ligero y con ciertas fuerzas renovadas, la puerta de la iglesia es la próxima parada de su día a día.

A las puertas de la casa del Dios que le da la espalda, espera un generoso donativo de cada fiel que acude a rezarle a los crucifijos. Pasan, ignorándolo algunos, otros le huyen a su heder. Mientras espera, recuerda, días felices junto a su familia fallecida, lo que le hizo caer en una depresión ya ahogada en la retentiva de su consumido cerebro.

Pocas monedas caían en su mano, suficientes para calmar la sed esa noche y llevarle nuevamente a ese círculo vicioso que le perseguía. Finalmente se levantó perdido en sus recuerdos, caminaba sin sentido por las calles empedradas. Se dirigía a la última estación del tren de su rutina.

Unas puertas se abren al detectar que se acerca, el supermercado sospecha que ha entrado. Vigilado por cada ojo del lugar, saben que intentará rapiñar cualquier cosa sin ser visto, bien para comer, bien para beber. Las calles se vacían al pasar, la de las bebidas su favorita, aunque solo para una le alcanzaba el presupuesto. Con una botella de zumo de cebada se acerca a facturar antes de ser cacheado por el miembro de seguridad del establecimiento.

Así con la botella en la mano, que poco tiempo tarda en llevarse a la boca, se dirige a su perdición diaria. A esperar a que la noche, el frío y el asfalto le den cobijo hasta un mañana incierto.

1 comentario:

  1. Los tristes pasos que dan algunos errantes caballeros y damas deberían abrirnos los ojos hacia una realidad ajena a la comodidad diaria de aquello que llamamos hogar.

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